Por Manuel
T. Bermúdez
Por esta
época de diciembre una de las actividades que más gozo produce en todas las
personas es la construcción del pesebre. Desde los más niños hasta quienes ya
no lo son tanto, todos quieren participar en la elaboración del nacimiento o
pesebre como comúnmente se le denomina.
En ese viaje
a la nostalgia que hacemos cuando construimos el pesebre, muy seguramente, nos
remontamos a esa época de la infancia y juventud de cada uno de nosotros. Y
hoy, ya perdida la inocencia y contaminados por un mundo que corre
vertiginosamente, nos reímos cuando evocamos los pesebre que cada uno de
nosotros tuvo en su hogar.
Quien no
recuerda esas extensiones verdes de musgo, que representaban las praderas donde
los pastores apacentaban sus rebaños, pero quién no evoca también la ingenua
desarmonía con la que eran construidos: por lo regular dos o tres ovejas,
traídas de un país de gigantes, pastaba al lado de una liliputiense que apenas
si se distinguía en medio de las descomunales.
Como no
recordar esos intrincados caminos de aserrín de madera que marcaban la
sinuosidad caprichosa que nos dictaba nuestra imaginación para que los tres
reyes magos iniciaran un peregrinaje que los llevaba por riscos que ni el más
osado deportista extremo de hoy intentaría emprender.
Como olvidar
el lago hecho con el único espejo de la casa, y que al usarlo, privaba a
todos de verse el rostro por unos días.
Nuestro lago así elaborado era el refugio de los cisnes, (miren ustedes si
éramos de elite: cisnes…no patos), en el que nadaban con sus cabezas recogidas
sobre el pecho, mientras de una montaña gigante descendía un rio de papelillo
blanco.
Ah, el
pesebre de nuestra infancia, que hoy evocamos aquí, para que recordemos y
celebremos en amor esta temporada.
Pero esos
pesebres hermosamente rústicos, que la modernidad ha sustituido por un panzudo
Santa Claus, o el Papa Noel, tiene una historia de muchos años, pero para
resumirla les contaremos que fue San
Francisco de Asís quien popularizo la costumbre de hacer los pesebres, o
belenes como también se les llama.
Luego el
mundo católico lo adoptó y se quedo para siempre en los hogares para, en un
como acto de magia, reunir a las familias, y llenar el alma de los niños de
dulces expectativas y la de los adultos de buenos propósitos.
Pero
cerremos esta página de nostalgia y revivamos esa tradición que se ha ido
diluyendo en las costumbres venidas de lejos, en los iconos que no nos señalan
la añoranza. Volvamos a hacer los pesebres no importa que hoy como ayer, las
ovejas sean más grandes que los pastores y que en nuestra alegre imaginación
obliguemos a Melchor, Gaspar y Baltasar a desafiar los más peligrosos caminos
para llegar al humilde portal a adorar a ese niño llamado Jesús. Felicidades.