Textos que compartidos se vuelven viajeros.

23/5/09

El hombre que saboreaba los recuerdos


Por Manuel Tiberio Bermúdez

Como todos los días estaba en la mesa que daba hacia la calle. Me saludó como lo venía haciendo desde la segunda o tercera vez que coincidimos en el lugar a la hora del almuerzo.

Desde la primera vez que lo observé me impactó su manera de ingerir los alimentos. Lo hacía de forma pausada, lenta, como saboreando cada bocado que depositaba en su boca. Parecería que quería saber de que estaba hecho cada trozo que degustaba porque comía con una lentitud desesperante.

Cuando yo terminaba mi almuerzo, el apenas había comido un poco de su plato y bebido sólo unos sorbos de su vaso. Ese proceder me intrigaba. Me daba la impresión de que para él esos minutos, largos por cierto, eran parte de un ritual que realizaba cotidianamente. Más que comer daba la sensación de estar balbuceando una larga oración.

Se llevaba un bocado a su boca y se quedaba mirando por la ventana, observando con detenimiento a los caminantes como si esperara a alguien o estuviese siempre alerta para ver entre los transeúntes una cara conocida.

Yo, cancelaba la cuenta y pasaba por su lado para decirle: “que tenga una buena tarde” a lo que invariablemente respondía con una venia de su cabeza y una sonrisa, pero no decía ninguna frase para responder a mi saludo.

Aquel día no aguanté y luego de terminar mi almuerzo pedí un café, en voz alta, tan fuerte que atrajo su atención. Quitó su mirada de la ventana atraído por el volumen desacostumbrado de mis palabras y aproveché ese instante para decirle: “¿me permite que le acompañé mientras tomo mi café?”.

Como lo hacia con mi saludo, tampoco a mi requerimiento respondió con frases. Se limitó a extender su mano y mostrarme la silla que tenía frente a él en un gesto de aceptación.

Siguió observando por la ventana sin prestarme atención.
-¿Lleva mucho en esta ciudad? –le dije-
-Unos treinta años –respondió- sin dignarse a mirarme
-Yo apenas recién llegó –comenté- hace apenas 3 semanas.
-Bienvenido –me respondió apartando su mirada de la ventana- le deseo que tenga suerte y que encuentre el camino que persigue su anhelo.

Me miró fijamente cuando me dijo:
-He notado que me observa mucho. Lo he visto en el reflejo del vidrio de la ventana, ¿le recuerdo a alguien o algo de mi le produce curiosidad?
Su pregunta me sorprendió como si me hubiera descubierto haciendo algo indebido. En desconcierto ante su cuestionamiento, solté la respuesta de lo que en él me intrigaba.
-Es su manera de consumir los alimentos, -hice una pausa para despertar su atención - lo hace con mucha parsimonia, como si fuera un ritual, como si no deseara terminar.
Volvió sus ojos hacia la ventana, estuvo unos instantes en silencio, tomó un poco del líquido que había en su vaso y luego me dijo:
-Le voy a contar una historia a ver si le parece que eso justifica mi modo de tomar los alimentos.

Hace muchos años, cuando llegué a este país, un día el azar –compañero de toda mi vida- me llevó a un hotel. Fue mi primer trabajo, haciendo limpieza. Las noches eran largas jornadas para dejar todo reluciente para los clientes que frecuentaban el lugar.

Unos días después me pasaron a ayudante de cocina. Allí la comida era abundante, había de todo: carnes, pescados, pollo y mil viandas exquisitos que yo jamás en mi vida había imaginado. De esa cocina salían los platos adornados exquisitamente, provocativamente olorosos y con un aspecto que el sólo verlos producían deseos de comer.

La noche del primer día de trabajo en la cocina, ocurrió algo que me produjo un hondo dolor. Terminada la dura jornada de labores me pidieron que empacara todo el pan y pasteles que no se habían consumido durante el día. Me entregaron, para esa labor, unas bolsas grandes y a ellas fueron a parar elaborados pasteles, delicados panecillos, exquisitos pasabocas, olorosas galletas. Con todo aquello empacado me dieron la orden de tirarlo a la basura.

No lo podía creer. Era comida exquisita, limpia. Subí las bolsas al carrito de transporte y me dirigí hacia ese gran contenedor donde se colocaban los desperdicios. Mientras iba al lugar, pensaba en los míos, en la gente que yo conocía y que es pobre, y que seguía viviendo en mis recuerdos. Pensaba en las noches que había ido a la cama con tan sólo un café en el estómago. Pensaba en esos chicos famélicos que van diariamente a la escuela y que muchas veces sufren desmayos por no tener que comer al empezar la jornada de estudio. Una gran tristeza me llenó, me senté a llorar. No me di cuenta del tiempo transcurrido hasta que uno de mis compañeros llegó.
-¿Qué te ocurre?. Inquirió al notar mis sollozos. Le comenté el motivo de mi llanto.
-Acostúmbrate, y es más, ni se te ocurra tomar tan sólo un pan pues sería motivo suficiente para que te despidan del trabajo.

Me ayudó a arrojar las grandes y pesadas bolsas al gran depósito de basuras que era tan grande que tenía refrigeración para que los alimentos que contenía no se descompusieran y produjeran malos olores.

Regresé a la cocina y al concluir mi jornada de trabajo, me encaminé al cuarto donde vivía en soledad de exilio voluntario y pensé: Algún día y de alguna manera, esta sociedad pagará todo este derroche.

Esa es la razón por la que siempre como despacio, saboreando al máximo cada bocado, porque aún, luego de tantos años, no me acostumbro a saber que en algún lugar de esta gran ciudad haya gente que aguanta hambre, que no tiene que comer, mientras en la noche inmensos camiones botan toneladas de comida que podría calmar el hambre a miles de personas.

Por primera vez me despedí del hombre tendiéndole mi mano. Buena tarde -le dije- y salí a la calle, para ir a mi primer trabajo en un hotel en el que hoy empiezo como parte del equipo de aseo.


New York 31 de marzo 2005
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