Como todos los días estaba en la mesa que
tenía una ventana que daba hacia la
calle. Me saludó como lo venía haciendo desde la segunda o tercera vez que
coincidimos en el lugar a la hora del almuerzo.
Desde la primera vez que lo observé me
impactó su manera de consumir los alimentos. Lo hacía de forma pausada, lenta, saboreando
cada bocado que depositaba en su boca. Parecería que quería saber de qué estaba
hecho cada trozo que degustaba porque comía con una lentitud desesperante.
Cuando yo terminaba de comer, el apenas había consumido un poco
de su plato y bebido sólo unos sorbos de su vaso. Ese proceder me intrigaba. Me
daba la impresión de que para él esos minutos, largos por cierto, eran parte de
un ritual premeditado que realizaba cotidianamente. Más que comer daba la
sensación de estar mascullando una larga oración.
Se llevaba un bocado a su boca y se quedaba
mirando por la ventana, observando a los caminantes como si esperara a alguien
o estuviese siempre alerta para ver entre los transeúntes una cara conocida.
Yo cancelaba la cuenta y pasaba por su lado
para decirle: “que tenga una buena tarde” a lo que invariablemente respondía
con una venia de su cabeza y una sonrisa, pero no decía ninguna frase para responder
a mi saludo.
Aquel día no aguanté y luego de terminar mi
almuerzo pedí un café, en voz alta, tan fuerte que atrajo su atención. Dejó de
mirar hacia la calle por el volumen inusual de mis palabras y aproveche ese instante para decirle: “¿me
permite que le acompañé mientras tomo mi café?”.
Como lo hacia con mi saludo, tampoco a mi
requerimiento respondió con frases. Se limitó a extender su mano, mostrarme la
silla que tenía en frente en un gesto de aceptación.
Siguió observando por la ventana sin
prestarme atención.
-¿Lleva mucho en esta ciudad? –le dije-
-Unos treinta años –respondió- sin mirarme
-Yo apenas recién llegó; hace 3 semanas.
-Bienvenido –respondió- apartando su mirada
de la ventana- le deseo que tenga suerte y que encuentre el camino que persigue
su anhelo.
Me miró fijamente cuando dijo:
-He notado que me observa mucho. Lo he visto
en el reflejo del vidrio de la ventana, ¿le
recuerdo a alguien o qué le produce curiosidad en mí?
Su pregunta me sorprendió, como si me hubiera
descubierto haciendo algo indebido. En desconcierto ante su cuestionamiento,
solté la respuesta.
-Es su manera de comer, lo hace con mucha
parsimonia, como si fuera un ritual, como si no deseara terminar.
Volvió sus ojos hacia la ventana, estuvo unos
instantes en silencio, tomó un poco del vaso y luego me dijo:
-Le voy a contar una historia a ver si le
parece que eso justifica mi modo de tomar los alimentos.
Hace muchos años, cuando llegué a este país, un
día el azar –compañero de mi vida- me llevó a un hotel. Fue mi primer trabajo: haciendo
limpieza. Las noches eran largas jornadas para dejar todo reluciente.
Unos días después me pasaron a ayudante de
cocina. Allí la comida era abundante, había de todo: carnes, pescados, pollo y
mil alimentos exquisitos que yo jamás en mi vida había imaginado. De esa cocina
salían los platos adornados preciosamente, olorosos y con un aspecto que el
sólo verlos producían deseos de consumirlos.
La noche del primer día de trabajo en la
cocina, ocurrió algo que me produjo un hondo dolor. Terminada la jornada me
pidieron que empacara todo el pan y pasteles que no se habían consumido durante
el día. Me entregaron unas bolsas enormes y a ellas fueron a parar, elaborados
pasteles, delicados panecillos, exquisitos pasabocas, olorosas galletas. Con
todo aquello empacado me dieron la orden de tirarlo a la basura.
No lo
podía creer. Era comida exquisita, limpia. Subí las bolsas al carrito de
transporte y me dirigí hacia un enorme contenedor donde se colocaban los
desperdicios. Mientras iba al lugar, pensaba en los míos, en la gente que yo
conocía, que era pobre, que seguían viviendo en mis recuerdos. Pensaba
en las noches que había ido a la cama con tan sólo un café en el estómago. Cavilaba
en esos chicos hambrientos que van diariamente a la escuela y que muchas veces
sufren desmayos por no tener que comer al empezar la jornada de estudio. Una
gran tristeza me llenó, me senté a llorar. No me di cuenta del tiempo
transcurrido hasta que uno de mis compañeros llegó.
-Qué te ocurre.
Le comenté el motivo de mi llanto.
-Acostúmbrate, y es más, ni se te ocurra
tomar tan sólo un pan pues sería motivo suficiente para que te despidan del
trabajo.
Me ayudó a arrojar las bolsas al depósito de
basuras, tan grande que era refrigerado para que los alimentos que contenía no
se descompusieran y produjeran malos olores.
Al regresar a la cocina y concluir mi
jornada, me encaminé al cuarto donde sólo hay soledad de exilio voluntario y
pensé: Algún día y de alguna manera, esta sociedad pagará todo este derroche.
Esa es la razón por la que siempre como
despacio, saboreando al máximo cada bocado,
porque aún, luego de tantos años, no me acostumbro a saber que en algún
lugar de esta gran ciudad haya gente que aguanta hambre, que no tiene que
comer, mientras en la noche inmensos camiones botan toneladas de comida que
podría calmar el hambre a miles de personas.
Me despedí del hombre y salí a la calle, para
ir a mi primer trabajo.
Es un hotel en el que hoy empiezo como parte
del equipo de aseo.
Manuel T. Bermúdez - New York 31 de marzo
2005