Por Manuel Tiberio Bermúdez
La de anoche, en el XI Festival Mundial de Salsa, Cali 2016, fue una de
esas que está hecha de sorpresas, de alegrías y cargadas de gran intensidad
emocional. Esas noches que uno desea que no terminen.
Cuando sonó la música para empezar la semifinal de todas las categorías y
modalidades seleccionadas, empezó la fiesta para el no olvido.
Los concursantes derrochan belleza que se queda en la retina como una foto
inolvidable. Dan giros espectaculares que ponen el alma en vilo, por la
destreza, por la fuerza, por las ganas de agradar y conquistar el éxito.
Saltos que quitan el aliento: Chicos y chicas que en un instante, emprenden vuelo como hermosas mariposas
humanas, y da la impresión de que se van
del escenario.
Baile, sentimiento, pasión, fuerza, emoción contenida entre el público, y
adrenalina, mucha adrenalina, entre los concursantes buscando, en los pocos
minutos que deben estar ante el público y ante el jurado, una calificación que
los lleve a ese mundo esquivo y caprichoso de la fama.
Luego, cómo no sentir que la piel tiembla viendo a esas mujeres y
hombres, llamados “de la vieja guardia”,
añosas y dignas: ellas; elegantes y
caballeros, ellos. Pioneros del modo de bailar que hoy el mundo reconoce: el
estilo caleño.
Ahí estaban en la tarima: esplendidos, más bailadores que nunca, más
entregados que ayer para que nos diéramos cuenta que siguen siendo los
“muchachos del barrio”, los que causaban admiración en las mujeres y envidia a
los hombres…los colonizadores de los bailaderos y la noche caleña, cuando se
regresaba al amanecer sin temores, con el corazón en vilo por haber galanteado
y tenido en los brazos a la mujer que dictaba esos pasos para enamorarla.
Ellas, también estaban ahí, tiernas, hermosas, madres o abuelas. Ellas las
que desafiaron a los que siempre malinterpretan a la mujer con el alma en
libertad pero que sobrepusieron sus amor por el baile a las envidas de siempre,
a los murmuradores de turno a los celos de todos los tiempos.
Fue hermoso verlos bailar. No tiene alzadas espectaculares, no se elevan
por los aires en cabriolas de miedo, pero flotan sobre el piso. Cada movimiento
es como una caricia sobre el escenario, giran suave, abrazan con ternura, miran
a las parejas a los ojos, porque saben bailar, porque les gusta estar cerca de
la mujer con la que danzan, porque se llevan de recuerdo el perfume de la mujer
que acaban de abrazar, y sobre todo, porque saben aquello, que un día me dijera
alguien” “las almas se confiesan bailando”.
Fue reconfortante ver, además, como la Secretaria de Cultura, Luz Adriana
Betancur, acompañada de una delegada cubana, entregaron reconocimiento por sus
méritos a los de la vieja guardia.
De pronto, nos sacó de esa conexión con el pasado, el sonido de un violín. Un sonido, que conmovió
al público en la Plaza, dio la vuelta por entre la gente, se elevó por los
aires, y apareció en las manos de uno de
los mejores: Alfredo de la Fe.
Vestía una camisa más alegre que su violín, caminó por entre el público
haciendo los gestos del que se sabe el mejor, tocando para agradar, haciendo
sonar el violín a su amaño, y a cada nota, se lo arrimaba más al corazón, que
es el que dicta las emociones de los momentos inolvidables.
Tocaba, y por momentos tomaba el micrófono y hablaba. Celebró a los
bailarines caleños y le dijo que siguieran así, que el mundo sabía que eran los
mejores. Invitó a sus amigos a la tarima, recordó sus andanzas por Juanchito,
compartió el escenario con ellos, los de la vieja guardia de quienes dijo, “pavimentaron
la vía de los que hoy van detrás. Esos muchachos y muchachas que están
conquistando el mundo”.
Volvió a tocar…volvió a sonar ese violín que sabe de viajes por el mundo,
que conoce de música y de alegrías. Invito a sus hermanos cubanos, de visita al
Festival, a subir a la tarima, y les
dijo que esta tierra colombiana y caleña enamora. “yo vine a quedarme tres
meses y me quedé siete años”.
Y siguió tocando, y la tarima se volvió una fiesta, una de esas que celebra
la vida, una rumba que no debería de terminar, porque como lo dijo de La Fe:
“donde hay música no hay barreras de ninguna clase”.
Pasó por mi lado un muchacho con su carga de tinto a la espalda.
Tinto…tinto, pregonaba. Yo le dije,
vaya…llénelo de ron y vuelva, porque esta noche es de magia.