En algún momento, usted y yo hemos visto, leído o nos han contado que alguien cayó en desgracia. Esperamos que nos cuenten qué pasó, por qué, qué sucedió. No quedamos satisfechos hasta no saber exactamente todo el cuento. Luego, hablamos, respondemos, analizamos, sacamos conclusiones.
Lo cierto es que una persona, el ordenador del gasto, es el principal culpable. Y la justicia, a veces, es injusta. En este país, los castigos son merecidos para unos, pero exagerados para otros.
Hay momentos en los cuales es mejor invitar a reflexionar, a pensar, a entender. Todas las personas merecen respeto y no hay por qué alegrarse de lo que pueda ocurrirles en momento alguno.
Así mismo, los titulares no tienen por qué ser amarillistas. Deben ser más objetivos, serios y muy respetuosos.
La prensa y las redes sociales se encargan, en ocasiones, de acabar con las personas sin dejar que se defiendan. Y en muchos casos, todos se equivocan. Ya no hay algo para hacer, así borren lo que escribieron o se retracten. La imagen de la persona o los ofendidos, ha quedado por el suelo.
Recuerdo una pequeña historia o cuento:
“Contaba un predicador que, cuando era niño, su carácter impulsivo lo hacía estallar en cólera a la menor provocación.
Luego,
casi siempre se llenaba de vergüenza y arrepentimiento por lo que había dicho o
hecho. Batallando para disculparse a quien había ofendido.
Un día
su maestro, que lo vio dando justificaciones después de una explosión de ira a uno de sus compañeros de clase, lo llevó al salón, le entregó
una hoja de papel lisa y le dijo:
—¡Arrúgalo! -recordaba el predicador, que no
sin cierta sorpresa, obedeció e hizo con el papel una bolita. —Ahora —volvió
a decirle el maestro— déjalo como estaba antes”.
Hay momentos en los cuales es mejor callar, esperar y no sentirse los mejores jueces del mundo.
Somos dados a juzgar a los demás,
fácilmente. Casi que de inmediato, sentimos que esa persona merece un castigo
ejemplar. Así, sin saber qué pasó, qué sucedió realmente. Eso no importa. El
hecho es que tiramos la piedra y que se pudra.
Y si conocemos a esa persona, peor. Inmediatamente, decimos que no la conocemos, como Pedro negando tres veces a Jesús. Somos realmente hipócritas y convencidos de que somos jueces de los demás.
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