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En 2001, impactado por el horror de un atentado contra un emblema de la sociedad capitalista más soberbia del planeta, escribí este texto que hoy comparto con ustedes desde mi archivo.-
Por Manuel Tiberio Bermúdez
Por primera vez la adrenalina que millones
de personas dejábamos escapar al contemplar la imágenes escalofriantes de las
Torres Gemelas del World
Trade Center de Nueva York mientras ardían, no se debía a
la magia espectacular del cine, sino a una dura realidad que asombró al mundo
entero: un ataque terrorista como nunca se creía que se podría dar fuera de la
irrealidad del celuloide.
La Gran Manzana,
La Capital del Mundo, la Cosmopolita Nueva York, sufría los rigores de un
ataque terrorista que tuvo como objetivo el emblema de una sociedad próspera,
orgullosa y soberbia, la que siempre ha presenciado la guerra en los registros
de la Televisión, pero que el día martes 11 de septiembre de 2001, sufrió el
escalofriante aleve y cobarde ataque del terrorismo demencial.
El mundo asombrado
contuvo el aliento y sintió que la desesperanza invadía sus más íntimos
rincones al ver como el país considerado el más invulnerable del planeta
sufría, en sus sitos de más representatividad, los embates y consecuencias de la
sinrazón del terrorismo aniquilante y matrero.
Las Torres Gemelas
y el Pentágono, símbolos, unas de la riqueza, y
el otro del poderío militar del país más poderoso de la tierra, en pocos
minutos fueron heridos y vulnerados en una operación que no dio lugar para la
reacción de la más sofisticada tecnología armamentista y defensiva de que se
tenga historia.
Y quienes lo
hicieron no usaron la modernidad satelital, ni la poderosa destructividad de
los mísiles, ni la devastadora efectividad de la energía nuclear. Usaron la
lógica demoníaca de quien sabe que contra la tecnología sólo basta la
empecinada convicción de las ideas y los propósitos reiterativos de causar
daño.
El 11 de
septiembre de 2001, ha partido la historia de la civilización actual en dos: antes
de lo posible y después de la cruel realidad.
El acto terrorista sobre el gran “gendarme universal” ha demostrado que nadie sobre el planeta, ni ningún pueblo o lugar de la tierra, esta libre de ser el blanco de las sinrazones del odio y de la persistencia de quienes creen que la muerte es el gran igualador universal.
La imágenes
sobrecogedoras de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York
desplomándose en cuestión de segundos, casi en cámara lenta, como para que el
mundo no olvidará este suceso, quedarán grabadas para siempre en el alma de
todos los habitantes de éste planeta, quienes ya han empezado a comprender que
no hay ningún lugar sobre la tierra en donde los hombres que la habitan estén a
salvo de los odios –provocados o no por las actitudes de países o dirigentes- y
de las reacciones que pueden generar las desigualdades cada vez más profundas
entre los que habitamos esta bola de barro llamada la tierra.
Por primera vez la
adrenalina que millones de seres dejamos escapar viendo este oprobioso
holocausto no se debió la maravillosa capacidad del cine; la produjo la
terrible y aplastante realidad de la sinrazón de los odios entre seres humanos.
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