Por Manuel Tiberio Bermúdez
Son las dos de la tarde. Hacía
algún tiempo no venía a Caicedonia y aprovecho esta Semana Santa para visitar
la ciudad, para buscar el encuentro con los amigos, para ponerme al tanto de las novedades del pueblo.
Camino por la carrera 16 que a
esta hora esta muy sola para ser el día que es: Jueves Santo. Saludo al
vendedor de dulces que otrora me surtiera de cigarrillos menudeados para
espantar el ansia. Una brisa empieza a caer y a medida que avanzo se intensifica.
Enfilo mis pasos hacia dónde mi
amigo Alberto Ríos, “Atalaya”. Siempre soy bien llegado a su casa, siempre me
siento bien visitándolo y compartiendo con Alberto, por cuyas manos han pasado
momentos memorables de la historia de este pueblo: noticias buenas, malas, y
también los textos de quienes han historiado la ciudad, hoy centenaria.
Toco en la puerta de entrada a su casa y pronto asoma por la ventana la cabeza de Alberto.
¡Hola don Tiburcio- es su saludo
amable, mientras hala la “piola” que me permite el acceso a su casa tantas
veces visitada.
El saludo afectuoso de siempre,
las palabras de bienvenida y me invita a la sala. Sobre la mesa de centro, tres
revistas Semana y un libro del que no alcanzo a leer su título. Alberto, para
quienes no lo saben es un gran lector.
Hablamos de los últimos sucesos
del país. De la liberación de los policías y militares retenidos, de los
reveses por los que pasa el alcalde Petro en Bogotá, de la última columna de
Daniel Samper Ospina, “quien superó hace rato a
su papá”. De cómo se vuelve cada vez más complejo lo de la restitución
de tierras pues ya son varios los beneficiarios que han resultado asesinados,
en fin, la charla es amena y variada.
De pronto Alberto, como por arte de prestidigitación, hace
aparecer una botella de Whisky.
¿Se va tomar uno, pero le va a
tocar solo porque yo no estoy tomando”, me advierte mientras pone en la mesa
una botella de “Old Parr” y un
vaso.
Sirvo un trago generoso. Sé que sabe bien remojar las palabras con un
buen licor. Hablamos y hablamos…hasta
que suenan golpes en la puerta de entrada.
Alberto se asoma a la venta y me
dice: “Es mi hijo que viene de Medellín”. Saludos de afecto, bienvenida al
viajero que se suma a la conversación contando los pormenores del viaje, las horas
de la espera para abordar el bus y la feliz llegada a la tierra que tanto se
ama.
Al poco rato nuevos golpes en la
puerta y esta vez es otro de sus hijos, su nuera y dos nietas. Los recién
llegados se despachan en besos al “abuelo”, quien devuelve afecto en sonrisas.
Momentos más tarde la casa tiene
un aroma a café recién hecho. Y el ofrecimiento no se hace esperar. ¿Un
tintico?.
El whisky queda relegado al
olvido momentáneamente mientras el aroma y el sabor de café recién colado llena
nuestros paladares.
De pronto salta el tema como si
hubiese estado agazapado para darnos una sorpresa. “Esos muchachos de ahora no
dejan para nada esos celulares”, dice
alguno de los que estamos en la sala. Ya ni tiempo de hablar con uno tienen
pues a toda hora están pendientes de esos aparatos”.
En efecto, una de las chicas
manipula su celular, mientras sonríe. Alguna charla la tiene prendida al
aparato. Y entonces iniciamos la conversación sobre la modernidad y lo que se
fue, charla que inevitablemente nos
lleva también a cómo se realizaba la Semana Santa antaño.
Estos pelados de hoy –dice
Alberto- no saben como eran antes los Días Santos. Hoy muchachos y muchachas
pueden ir juntos en las procesiones, tomados de la mano. Antes, -rememora-, el
sacerdote oficiante decía: “los hombres a la izquierda y las mujeres a la
derecha” y entonces sólo quedaba el consuelo de las miradas furtivas.
La chica del celular se interesa
por el tema: “¿Era que no podían ir juntos? –pregunta-.
Noooo, responde Atalaya. Y saca a
colación el viejo chiste surgido de de esa separación. El sacerdote decía: “Los
hombres se miarán a la derecha y las mujeres se miarán a la izquierda”.
Inmediatamente recordamos la
famosas “vueltas al parque”. Chicos y chicas daban vueltas al Parque, unos en busca de la conquista de las chicas a
las que previamente se le había enviado “saludes” con la amiga de ella y las otras, luego de “retornar las
saludes”, esperando que el enamorado se
armara de valor y decidiera dar la
vuelta que casi siempre terminaba en noviazgo.
Tercio en la charla para recordar
otros aspectos de ésos tiempos: “No se olvide que en épocas anteriores no se
podía cocinar ni el jueves ni el viernes santo.
Además uno no se podía bañar porque si lo hacia se podría convertir en
pescado. Y nada de cortar leña porque podría estar cortando a Jesús” –eso nos
lo decían los mayores.
“Ah, -recuerda Alberto-, lo bueno
de la Semana Santa, era el “estren”. La nieta mira extrañada y Alberto explica.
“Antes era casi que obligatorio usar ropas nuevas en la Semana Santa, para
salir a las procesiones con mucha dignidad y muy bien vestidos. Y claro, como
el dinero nunca ha abundado, pues los padres de uno guardaban la mejor ropa en
cajones con alcanfor…y por eso en las procesiones el olor a cirio ardiendo y a
alcanfor predominaban”.
Cada uno de los contertulios
habla sobre el asunto y recuerda algo que compara el ayer con ese hoy en el que
a esta época se le llama “Parranda Santa”.
“La música era otro tema de
respeto. Las emisoras radiaban música clásica, mientras que por los parlantes
del Teatro Aladino, Héctor Osorio, inundaba el Parque Principal y sus
alrededores con música de Mozart;
Chopin; Bach y otros músicos que sonaban extraños a los oídos de un pueblo acostumbrado a las
rancheras y los tangos. Pienso que de ahí quedó en nuestro vocabulario de
denominar cualquier música clásica como “música de Semana Santa”.
La lluvia da tregua. Son más de
las cinco de la tarde y hay que partir. Ha sido un rato ameno, cargado de
recuerdos y del descubrimiento de historias nuevas para los jóvenes.
Doy otra vuelta por el pueblo sin
encontrar a nadie conocido.
Subo por la carrera 16 y paso por
lo que en el pueblo se llama “La Zona Rosa.” Por las estrechas puertas de algunos
de los negocios ya empiezan a lanzar, a
todo volumen, música estridente, mientras
unas chicas sentadas en la acera juegan a aparentar ser felices.